Una Oda a la Tierra del Arte.
Joven estudiante, familiar, deportista, músico, dibujante, admirador de las artes…
De la buena comida, exquisito dialecto y apetecibles expresiones que celebrase este segundo amanecer de junio. La cuna del antes, del hoy y, sin duda, del futuro que se escribe en las páginas del hombre; celebramos la madre de nuestros ancestros y artífice de nuestras metas cumplidas que hoy vemos alrededor del globo. Celebramos, pues, a la nostra amata Italia
Tal y como lo propuso el geógrafo y político sueco Rudolf Kjellén, los países han cumplido a cabalidad con la máxima que es crecer, justo como lo haría un ser vivo. Nace, crece, se desarrolla, cambia. Se adapta a su entorno y en base a ello construye una realidad. ¿Qué ejemplo nos deja la tierra de los Alighieri y los Maquiavelo? Gran parte de su historia como nación se bifurca a partir de la caída del imperio romano y las subsecuentes consecuencias que trajo a la península itálica, el aparente clímax de un Estado que iba cada vez más en decadencia, que veía su final próximo. Sin embargo, era necesario que la semilla cayera a tierra, imperativo que el odre viejo fuera quebrado, para poder ver el fruto, para ser hallados dignos de beber del vino nuevo que se había reservado. El imperio había dejado de serlo para ser, apenas un espacio geográfico ocupado por gentes divididas y conflictos que eran el pan de cada día. Soñando con aquellos días de gloria y grandeza, se rehusaba a abandonar su destruida casa, siempre puntual a la cita dentro de un templo en ruinas.
Inicios del siglo XIX y en Francia se escribían los relatos de una fatídica crónica en la que Italia jugaría un papel protagónico. El Risorgimento, Piamonte, Lombardía, Solferino y nombres como los de Napoleón Bonaparte fueron testigos de la oscura historia que fue narrada en los campos de batalla. Llena de cicatrices, en el año 1861 se da a conocer como el Reino de Italia, con más perjuicios que virtudes en el tratado de paz firmado en Zúrich; eran las facciones de una nación que, si antes había sido la sombra de antaño, tras esto había pasado a ser un repulsivo espectro. El filósofo alemán, Schopenhauer, la llamaría desesperanzada, Víctor Hugo la hubiese llamado miserable.
«Al menos, esto cree ella. Pero es un error creer que la suerte se agota, que se toca el fondo de ninguna situación, cualquiera que esta sea.» Fue el señalamiento que el escritor francés hizo. ¿A quién hacía referencia? A una mujer que en su juventud lo tuvo todo, hermosa, pero a quien a vida se lo arrebató; entregó a su hija al cuidado de un tercero, empeñó sus dientes y se hizo mujer pública solo para poder apreciar el alba una vez más. Aunque la desdichada que el relato muestra era francesa, no hace falta más que unos segundos de meditación para saber que aquellas eran características, en efecto dolorosas, concordaban con los vestigios que el imperio romano dejó en el tiempo.
Los tiempos de borrasca profunda que se vivirían durante los abominables actos que vieron su fin en 1945, tan solo preludiaban la inmensa luz que proyectaría el amanecer sobre las puertas italianas. La mujer a la que hacíase alusión, que recibió los nombres que el mundo quiso atribuirle, inevitablemente muere, sin embargo; su hija mantiene el legado con las bondades de su madre y para nada sus defectos: esto es el 2 de junio de 1946. Olvidando ciertamente lo que quedó atrás, la República de Italia se alzaba de entre sus cenizas, sin olvidar de dónde se levantó, sin despreciar sus orígenes y el prometedor futuro que se cernía sobre ella. La cuna del antes, del hoy y del mañana que convergen en una sola patria, de sangre verde, blanca y roja, que, valiéndose de esa enorme resiliencia ejercitada a través de los siglos, se levanta como alguien que ha perdido el miedo al fracaso, como alguien que sabe sanar sus heridas y seguir hacia adelante.
A ti, la nostra amata Italia. Sempre avanti andiamo.
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